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Lesionados Anónimos del Ashtanga

Hola, mi nombre es Julia y tengo una lesión en la rodilla.

Así podría empezar una reunión de LAA: Lesionados Anónimos del Ashtanga.

La lesión. Qué tema doloroso para nosotros los ashtanguis. Nos cuesta abordarlo en el ámbito de la práctica, sobre todo entre los instructores, ya que nos genera miedo, culpa y a veces nos debilita la confianza en el método que amamos. Todos tenemos opiniones y experiencias personales, pero la lesión abre brechas entre maestros, tanto como entre músculos y ligamentos. Hace poco vi a los “senior teachers” del Ashtanga Yoga Confluence elevar sus voces al respecto (lo cual en el mundo del yoga es como cagarse a trompadas) y levantarse de sus sillas para hacerse entender. En un momento parecía que David Swenson le iba a tirar el micrófono por la cabeza de Eddie Stern. Por suerte Tim Miller es grandote y estaba en el medio.

Como todo arte, nuestra práctica es contradictoria y sutil. Justo cuando creemos que entendimos algo, se nos escapa de las manos. Nos apoyamos en las parejas duales de sthira y sukha, abhyasa y vairagya, prana y apana, purusa y prakriti, gurú y devoto, ekam y dve; aunque sepamos que estos opuestos son complementarios, tantas veces nos radicamos en un polo o el otro. La lesión muchas veces surge de un desequilibrio entre estas fuerzas; pero la lesión también nos enfrenta con el abismo que se puede abrir entre la teoría y la práctica del Ashtanga Vinyasa.

Sabemos que el primer mandamiento del primer anga es ahimsa o la no-violencia, pero también sabemos que el padre del Ashtanga Vinyasa, Sri K. Pattabhi Jois provocaba fuertes impactos en los cuerpos de sus alumnos. Citas directas incluyen, “Now posture correct…walking, some difficult.” Es difícil saber que hacer con esta información. He estudiado con alumnos cercanos de Guruji (Richard Freeman, Mary Taylor, Dominic Corigliano, Tim Miller, Guy Donahaye) y todos hablan de Pattabhi Jois con amor y devoción. Dicen que él les cambió la vida para siempre y que nunca hubo nadie igual. Sus ajustes eran temibles pero mágicos, cuentan, tanto como su persona.

Todos estos maestros también concuerdan en que no hace falta lastimar a nadie con el afán “abrir” sus articulaciones. Sobre este punto son tajantes, y en sus seminarios para instructores proponen que “menos es más,” que no hace falta invadir al alumno y que no estamos en la sala para curar a nadie, sino para dejar que la práctica haga su trabajo. Mary Taylor dice que asistir en la sala es como ser padre o madre. No forzamos. No imponemos. Unimos nuestra experiencia y conocimiento en servicio al alumno. Creamos un contexto seguro en el que los practicantes pueden madurar. Nada más.

Hay instructores que sí lastiman a sus alumnos, o por falta de conciencia o por timidez de la parte del practicante en avisar que algo duele, pero yo observo que los alumnos mayormente se lastiman solos y como practicante sé que cuando algo me duele, casi siempre surgió de mis acciones y no de un ajuste externo. También es difícil saber que hacer con esta información. Podemos llegar a la conclusión de que la culpa la tiene la práctica. Hay mucha gente que se va de una clase Mysore con dolencias y la percepción de que la práctica es demasiado exigente, que no es para ellos. Una amiga instructora amenaza cada tanto con hacer un profesorado de Hatha porque se harta de sus dolores y de la sensación de que el Ashtanga Vinyasa le pide demasiado. Es el mismo tono que usa mi marido cuando se queja de la Argentina y argumenta que deberíamos irnos a vivir a Miami. En ambas voces se escucha un profundo cansancio y la esperanza de que existe un camino más fácil, menos duro y más alegre.

Es cierto? La práctica nos pide demasiado? O nos mantiene como hamsters sobre una rueda de lesiones? Quien es responsable de nuestro dolor?

No tengo respuestas, pero si tengo experiencia. Mi nombre es Julia, tengo 42 años y me duele la rodilla izquierda desde hace mucho. Tengo días buenos y malos, épocas sin dolor y otras de molestia fuerte. Todo surgió de una lesión en el fútbol a los 20 años (en una vida pasada jugué a la pelota de forma competitiva). Rompí el ligamento lateral colateral de la rodilla izquierda en un torneo y cuando se sanó, el tejido dañado me desaliñó la articulación. Ya había tenido un accidente de auto que me acortó el lado izquierdo del cuerpo desde el cuello para abajo. Como ambas lesiones son del mismo lado, la cadera izquierda se abre menos, la rodilla ya está comprometida y fácilmente se inflama. Antes se me pellizcaba el menisco, pero ahora es más una tendinitis rotuliana. No voy a traumatólogos pero si al osteópata. No tengo esperanza de que se me cure y a la vez, ese es mi deseo profundo.

Indudablemente, hago movimientos en la práctica que exacerban el dolor (y por ende la lesión), tanto como hago otras que lo calman. Padmasana me trae complicaciones, pero eka pada sirasana me da alivio. Yo llegué a la sala Mysore con una historia fuerte en el cuerpo, sin siquiera contemplar los partos y embarazos, o los patrones sicofísicos de tensión y dureza que ha surcado mi mente. Cuando esas historias (accidentes, escoliosis, hernias, ansiedades, fútbol, rugby, depresiones, divorcios, cesáreas) se conjugan con asana, pasan cosas. En esa fricción del pasado y la postura, se baten nuestras profundidades tal como hicieron los devas y los asuras en el mar de leche. Lugares ocultos se abren y salen diosas de la abundancia. Espacios sensibles se quejan y se revelan nuestros samskaras. Exigencias propias nos impulsan a trabajar demasiado y ese veneno nos lastima.

En la sala nos vemos. Vemos la rodilla rota de los 20 años, la escoliosis de los 13, el try de rugby que nos congeló el hombro, la tristeza que nos viene encorvando desde hace décadas. Muchos de nosotros venimos a la sala con ganas de estar mejor, como los dioses y los demonios que buscaban el néctar de la inmortalidad en el fondo del mar. Pero el proceso de batir, de saltar para adelante y para atrás, revela quienes somos y lo que deseamos. Es un combo que viene con todo, no solo lo lindo.

Nos gustaría llegar a la sala impolutos para practicar con un cuerpo limpio de karma. Pero llegamos al mat con nuestra vida a cuestas y tenemos que hacer la vinyasa con esa mochila. Si tenemos paciencia, podemos alivianar su carga, pero si la damos vuelta y la sacudimos con fuerza, vamos a crear un desastre. A veces esto se puede ver en la sala, alguien peleándose a muerte en el mat, y es doloroso de ver. Como instructores debemos interferir en esta pelea, pero la lucha interna tarda en calmarse.

Aquel día en el Confluence cuando David y Eddie casi se agarran a piñas, salieron muchas ideas interesantes. Eddie se ubica del lado más Mysore del debate y David, siendo tejano, se identifica más con la ley propia. El es famoso por decir que nunca se lastimó haciendo asana (Richard Freeman siempre hace unas muecas geniales de asombro como respuesta). Pero David empezó a practicar a los 15 años. A los 20 ya vivía en un templo Hare Krishna. No es el caso de la mayoría de nosotros.

Dena Kingsburg estaba en el medio con sus palabras y su presencia física. Lo que dijo resonó con muchos del público: “No hace falta que la práctica duela o que nos lastimemos, pero cuando la atravesamos con nuestra historia personal escrita en el cuerpo, el proceso de transformación nos puede traer molestias, incomodidades, y, sí, a veces dolor.” No sé si esto está bien o mal, pero Dena describe mi experiencia. La mayoría de esas molestias han sido ocasionales, estacionales. Y las transformaciones han sido impresionantes. Mi cuerpo y mi mente se han fortalecido de una manera que no creí posible. Siento una gratitud por esta práctica que no puedo expresar.

Pero la rodilla me duele; se siente todo más peligroso, más a punto de estallar. Tengo que afinar mi propio discernimiento para decidir que hacer y que no; tampoco me puedo apoyar en la opinión de los otros instructores porque no están en mi cuerpo. Me conocen bien, pero yo me conozco mejor. Cuando me siento perdida, recuerdo la cita famosa del Katha Upanishad: “El camino al Ser es tan difícil de transitar como el filo de la navaja.” Es difícil verse a sí mismo (el dolor, la frustración, la limitación, la envidia, la ambición, la desesperanza), pero estamos en la sala para eso. El néctar de la inmortalidad es exquisita pero para conseguirlo, hay que bancarse el veneno del halahala. Si mi amiga se hace instructora de Hatha o mi marido nos muda a Miami, vamos a seguir siendo nosotros, con o sin el conurbano bonaerense, con o sin la lupa del discernimiento. Qué desperdicio tener esa lupa y no usarla.

En otra charla del Confluence ocurrió lo opuesto de la pelea entre los titanes. Fue la conferencia de las mujeres instructoras, muchas de ellas asistentes en vez de estrellas de cartel. Diane Christinson, la directora del Pacific Yoga Shala, nos contó una historia que me está ayudando a transitar el filo de la navaja (aunque Richard Freeman recomienda zapatos especiales). Ella describió una de la primeras clases guiadas a la que había asistido en Mysore, en aquel momento cuando Pattabhi Jois daba poco conteo grupal. Habían unos 60 practicantes y corría una energía fuerte por la sala. Una mujer, nos dijo Diane, estaba siempre un número por delante del conteo de Guruji. Si todos estaban en catvari, ella estaba en pancha. Si todos estaban en shat, ella ya estaba saltando a sapta. A Pattabhi Jois, esto lo volvía loco. Le empezó a decir “Bad Lady” de lejos, pero ella no le hacía caso. Todos los practicantes se estaban poniendo ya nerviosos, pero la mujer seguía adelantada. Finalmente Pattabji Jois empezó a caminar entre todos hasta finalmente llegar a esta mujer. Se paró como un toro delante de ella y le agarró de los hombros. Y ahí, sin enojo, le hizo una pregunta sencilla…

“Why hurry?”

Yo no tengo respuesta al tema de las lesiones en el Ashtanga. Todos los días camino el filo de la navaja con mi rodilla y aún no encontré los zapatos que recomienda Richard. Pero sí pienso mucho en esta historia de Pattabhi Jois. Me quedo con esta imagen del hombre que nunca conoceré, el mismo maestro que mantuvo a un alumno en la misma postura durante siete años, el tipo que manualmente pasaba a gente con discapacidad mental y parálisis física por las vinyasas de la primera serie, quien supo portar la luz de esta tradición para iluminar a tantos otros que hoy nos iluminen a nosotros.

Cuando pesa la mochila y te duele todo, imaginá que un señor de unos ochenta años en calzones de Calvin Klein camina despacio hacia tu mat para agarrarte de los hombros y preguntarte porqué te apuras. La navaja es eterna, pero vos también.